Nos encontramos inmersos en una grave crisis con importantes consecuencias económicas y sociales, que está poniendo a prueba la capacidad de resistencia y de adaptación de nuestro mundo a escala global. Nuestro tejido productivo no es ajeno a esta situación: con la paralización de la actividad y el confinamiento, desde los ERTES y la caída del consumo y la inversión, hasta el cierre de empresas y la pérdida de puestos de trabajo… Las consecuencias del COVID-19 están siendo, y pueden llegar a ser, intensas y de amplio alcance.
Debemos tener presente, no obstante, que esta crisis es ajena a nuestro modelo empresarial, es decir, no ha tenido origen en un fallo de nuestro sistema productivo. Lo cual nos permite entender que vendrá a acelerar –lo está haciendo ya- procesos de cambio en determinadas áreas de gestión en las empresas.
Y esta reflexión es necesaria, porque las empresas constituyen el único motor capaz de impulsar la salida de esta grave situación: porque la vuelta a la normalidad y la superación de esta crisis pasan indudablemente por el restablecimiento del flujo de mercancías y personas, la producción de bienes y servicios, y en definitiva la generación de empleo y riqueza, y todos estos factores se hallan fuertemente ligados a la solidez de nuestro tejido empresarial.